La rebelión de los hámsters.
La rebelión de los hámsters.
Durante mis casi 30 años de carrera profesional me he encontrado con cientos de profesionales increíbles.
Muchos de ellos ocupaban posiciones muy relevantes en grandes corporaciones, con grandes despachos, preciosos coches de alta gama, a veces incluso con chofer a su servicio. También he conocido a muchos empresarios y emprendedores que habían logrado cosas sobresalientes con sus empresas.
Todos ellos gozaban de una gran reputación y disfrutaban de un alto estatus social. Ninguno de ellos tenía que preocuparse de mirar el precio de cualquier cosa que desease adquirir, incluso durante los periodos más duros de crisis económica. Sus familias estaban “seguras” gracias a sus posiciones y logros. Habían garantizado, hasta cierto punto, un futuro estable para ellos y los suyos.
La imagen del profesional feliz
Para millones de personas esa es la estampa de un profesional feliz. Ese es el nirvana profesional que millones de profesionales, en todo el planeta, sueñan alcanzar. Eso es lo que durante décadas nos vendieron como «el sueño americano».
Lo que todavía no saben muchos de aquellos que idealizan ese icono del ejecutivo o empresario de éxito, es que para el 99% de los que habitan los grandes despachos de las plantas nobles de los edificios corporativos, su vida, en muchos casos, es un completo desastre emocional.
La gran mayoría de esos profesionales exitosos vive en una jaula de oro de la que estaban deseando escapar, pero que, en la mayoría de los casos, no les resultaba posible por las circunstancias que ellos mismos habían creado.
Solo son otra víctima más de una de las más terribles pandemias que ha creado la humanidad. De una grave enfermedad que está acabando con la felicidad en el mundo. El síndrome de “seréfelizcuando”.
El peligroso síndrome que está acabando con nuestra sociedad
Aunque no nos guste reconocerlo, especialmente a los que más se benefician de él, hemos creado un modelo social y económico ciertamente tóxico y altamente nocivo para el cerebro humano. Un modelo infectado por el síndrome del «Seréfelizcuando»
Seré feliz cuando:
1️⃣ Me asciendan.
2️⃣ Cuando alcance el siguiente hito profesional.
3️⃣ Cuando gane un poco más.
4️⃣ Cuando me pueda permitir comprar la casa que queremos.
5️⃣ Cuando mis hijos vayan a la universidad.
6️⃣ Cuando termine de pagar la hipoteca.
7️⃣ Cuando me jubile.
O quizás… serás feliz cuando te mueras.
Y si bien es cierto que con cada uno de esos hitos nuestro cerebro experimenta un momento de placer, gracias a un chute de dopamina, no lo es menos que, tan pronto el título, el coche, el aumento o la casa pasan a formar parte de nuestro inventario de logros materiales, ese placer se desvanece. Cada vez que superamos un reto necesitamos un nuevo chute de dopamina.
No todos están dispuestos a padecer este maldito síndrome
Se han escrito miles de artículos sobre la falta de hambre y compromiso de la generación millennial. En cierto modo, creo que los millennials y la generación Z, no son tan diferentes del resto de nosotros en lo esencial, lo que ocurre es que para muchos de nosotros, los gen X, y nuestros predecesores, los baby boomers, los 7 hitos que describo líneas atrás todavía se podían considerar alcanzables.
Hoy en día, en este mundo que hemos construido, para los millennials y los centennials lo de comprar una casa, terminar de pagarla algún día, o jubilarse, es más una utopía que un objetivo por el que dejarte la piel en el trabajo. No es que sean flojos, es que no ven el futuro con ilusión. No ven que los esfuerzos que les demandamos valgan la pena.
Nosotros estábamos dispuestos a sufrir el síndrome del “seréfelizcuando” porque, de alguna manera, entendíamos que ese sufrimiento era temporal y, tras él, era altamente probable que recibiéramos la ansiada recompensa. Hoy en día, los jóvenes son muy conscientes de que, por mucho esfuerzo que realicen, la gran mayoría de ellos no tendrán jamás la oportunidad de experimentar cómo se vive en una jaula de oro, o de descubrir que “Los ricos también lloran”.
Hablo con millennials cada día y todos me transmiten lo mismo. “Jordi, no es que seamos vagos o no queramos comprometernos, sino que no queremos pasarnos la vida sufriendo, desperdiciando nuestra juventud, en un trabajo desagradable, con un jefe que nos ignora y solo sabe exigir cada día más, para que, tras 30 o 40 años de explotación seguir siendo unos pobres desgraciados que no tienen nada propio, y seguramente, tampoco tendrán derecho a una jubilación mínimamente decente.”
Y lo triste de todo esto es que, si tratamos de empatizar y en lugar de criticarles, nos ponemos en sus zapatos, es fácil darse cuenta de que no les falta razón.
Lo que le pasa a las nuevas generaciones es que se han dado cuenta de que, merece mucho más la pena intentar ser feliz hoy, con lo que tienen, que no perder la juventud persiguiendo zanahorias virtuales, de esas que, cuanto más crees que te acercas, más se alejan, hasta que terminas dándote cuenta que llevas años persiguiendo un holograma.
La clave para liberar el potencial de la próxima generación de trabajadores es motivarlos. Con demasiada frecuencia, los jóvenes se incorporan al mundo laboral con la creencia de que el trabajo es un mal necesario, una manera de pagar facturas y poco más. Para muchos, ya ni eso.
Tenemos que cambiar esa mentalidad. Tenemos que mostrarles que el trabajo puede ser una fuente de realización, una forma de alcanzar sus sueños. Que a través del trabajo se puede lograr ser feliz. Que el trabajo no es una pérdida de tiempo. Un esfuerzo carente de premio.
Cambio de generación, cambio de mentalidad.
Es cierto que muchos de los que nos hemos pasado la vida trabajando, llegamos a los 50 o 60 años y nos comenzamos a plantear si todo el sacrificio ha merecido la pena. En muchos casos lamentamos no haber pasado más tiempo con la familia, con amigos, o con nosotros mismos.
Es cierto que existe la soledad del ejecutivo y que no es oro todo lo que reluce. Todo eso es muy cierto, pero seamos honestos y justos, al menos los que después de todo ese esfuerzo hemos logrado comprar una casa, pagar los estudios a los hijos, o jubilarnos con una pensión decente y sin preocupaciones, podemos encontrar algún sentido a todo ese sacrificio.
Pero qué sentido le va a encontrar a ese esfuerzo alguien que, de antemano, ya sabe que, por mucho que se esfuerce, no lo va a lograr.
Si queremos que las nuevas generaciones vuelvan a motivarse, comprometerse y sacrificarse como lo hicimos las generaciones anteriores, debemos volver a colgar en el palito zanahorias de verdad, de esas que, aunque te desfondes en el intento, terminas por alcanzar y, por poco que duren, cuando te las estás comiendo, te saben bien ricas.
Hemos puesto tan lejos la zanahoria que el hámster ya no la ve.
Hemos «Commoditizado» tanto el trabajo que nos hemos olvidado de que lo que hace que un trabajador salga de la cama cada mañana, y acuda a su puesto de trabajo, es que ese esfuerzo le permita progresar socialmente y alcanzar sus sueños. Es que ese trabajo le permita comprar su casa, irse de vacaciones con su familia, o mantener una vida digna cuando se jubile. Si le quitas eso, le quitas la motivación que justifica el esfuerzo.
Quizás se nos ha ido la «pinza» y hemos creado un mundo en el que todo lo que nos ilusionaba, y con más o menos esfuerzo podíamos lograr, ha pasado a ser una quimera para la mayoría.
Creemos trabajos que motiven sin necesidad de esperar a alcanzar una posición ejecutiva. Trabajos que faciliten el progreso personal y social.
Si queremos enganchar a las nuevas generaciones y hacer que se comprometan con el trabajo, la clave es encontrar una forma de conectar nuestra vida laboral con nuestros sueños. Cuando podemos ver cómo nuestros esfuerzos contribuyen a la consecución de nuestros objetivos, es más probable que estemos motivados para dedicar el duro trabajo necesario.
Hagamos que los jóvenes se vuelvan a ilusionar con el futuro y veremos de qué pasta están hechos realmente. No conozco a nadie que no luche, se esfuerce y se comprometa cuando confía en sus posibilidades de alcanzar la meta.
¿Hora de reflexionar?
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Un abrazo queridos «Business Humanizers»
Jordi Alemany